jueves, 3 de abril de 2014

Recayendo en ti

Ahora mismo estoy recayendo en ti, sueño contigo contra mi voluntad. Y sin quererlo, me atormentan tus espejismos y fantasías, idea fija e íntima, obsesión que arraiga en las entrañas del corazón, que me penetra largamente hasta la médula y me posee.

lunes, 31 de marzo de 2014

Ciudadanos del mundo

Existen millones de personas –de once a quince- en el mundo que no son reconocidas por ningún país como ciudadanos: son apátridas. Pero digámoslo al revés: existen, o mejor aún, hay millones de ciudadanos del mundo que no reconocemos a ningún país realmente existente como nuestra patria, porque no somos nacionalistas, o si lo somos de algún modo, nuestro nacionalismo es de una intensidad tan baja que no tenemos ni himno ni bandera ni nación ni gobierno que nos gobierne y que nosotros reconozcamos como legítimo.
Somos como Diógenes el Cínico, o sea el Perro, quien cuándo fue preguntado por su nacionalidad respondió, creando una palabra nueva que luego ha sido devaluada “cosmopolita” en griego antiguo, que era su lengua, o sea,  ciudadano del mundo mundial, es decir, ciudadano de ningún país realmente existente.
La apatridia en los países europeos con altas tasas de inmigración es habitual en el caso de los inmigrantes ilegales que se niegan a revelar de qué país provienen cuando se lo preguntan en los interrogatorios policiales para ficharlos. Así, al no saber cuál es su procedencia, las autoridades locales no pueden establecer a dónde deben deportarlos o expatriarlos. Estos inmigrantes ingresan en el circuito de la ilegalidad.
Extranjeros, todos somos extranjeros. O lo que es lo mismo: ninguno de nosotros debe serlo en ningún lugar de este mundo. Porque los problemas no los crean los extranjeros, sino la existencia de las fronteras y los países.
En un mundo donde, teóricamente, las fronteras tienden a desaparecer, una persona sin una nacionalidad es, paradójicamente,  un ente sin derechos. Los apátridas son un colectivo invisible, y no son un problema en tanto que no son considerados como tal en el imaginario social, lo que es lo mismo que decir directamente que no existen.

Aunque, como en el caso de las meigas, no existirán, admitámoslo, pero haberlas haylas. Y hay muchos más que sin ser apátridas renunciamos gustosos a la nacionalidad: nuestro patriotismo consiste en odiar todas las patrias.

Papeles para todos. O lo que es lo mismo: papeles para nadie: que no haya papeles ni fronteras, ni patrias, que es lo peor que hay. Estamos contra las patrias, las grandes y las chicas. Pero si hay que elegir nos quedamos con las chicas, las que son tan chicas que ni siquiera existen; o con las grandes, tan grandes que no quepan en el mundo porque se extiendan más allá de este ridículo planeta donde nos empeñamos en decir que hay vida.

domingo, 30 de marzo de 2014

En la plaza Tahrir

En la plaza Tahrir, allá en El Cairo, ha triunfado
la revolución. El pueblo egipcio ha logrado
que huya el tirano, y el ejército se ha hecho cargo,
acto seguido, de la situación, tomando
las riendas del Estado y el timón, a fin
de así poder garantizar la transición
a un régimen político democrático,
en el que todo cambiará de nombre y todo
podrá seguir, al fin y al cabo, igual que siempre,
lo que revela ya el fracaso estrepitoso
al que se ve condenada la revolución,
sofocada desde su nacimiento, fuego fatuo.

sábado, 29 de marzo de 2014

Odio contra el sistema

El odio a lo establecido que destilan estos escritos es un odio libre, es decir, un odio liberador que en el fondo no hace más que dar rienda suelta a un amor apasionado por la vida que subyace por debajo de nuestra existencia, vida  que el tinglado  establecido hace imposible. 

La vida, esa gran desconocida,  ese misterio inescrutable, terra incognita, paraíso del que hemos sido expulsados en la noche de los tiempos viéndonos obligados a buscar refugio en el centro comercial más inhóspito del sistema, donde todo se compra y se vende, incluidos nosotros mismos, las personas, que acabamos así cosificados, condenados a sobrevivir malamente, por un puñado de dólares o de euros, da igual.

Odio  a la Iglesia, porque las iglesias, sinagogas y mezquitas son las prisiones de la espiritualidad, es decir, las cárceles donde se pudre Dios, o mejor, donde se pudren los dioses. 

Odio la fe, porque la fe, que por definición es ciega, es el único pilar sobre el que se levanta el entero sistema que nos sostiene y que sostenemos y que,  sin ella, se viene abajo, como estamos viendo que se tambalea ahora en estos tiempos de crisis en que los políticos nos piden confianza, fe ciega en la economía, que fluya el crédito, esa nueva religión laica, y en las entidades bancarias, esos templos modernos del capitalismo, porque es verdad que la fe mueve montañas... de dinero. 

Odio al bautismo porque todos los nombres son pseudónimos, todos los nombres propios son falsos.    

Odio libre, en definitiva, al sistema, pero un amor  infinito a las personas de carne y hueso que pululan, pululamos, subyacen, subyacemos por debajo de lo establecido, y lo hacemos libremente, es decir, con mente libre.

Tres propósitos

Sigo en las trincheras del anonimato más recalcitrante, en la ausencia del Nombre Propio con el que me bautizaron e incluyeron en la fosa común del Registro Civil. Me propongo seguir permaneciendo oculto detrás de la barricada de los nombres comunes en los que me escudo y de mi pseudónimo o nombre artístico, como se decía antes, en el que me parapeto: Cualquiera, o sea, Nadie.

Ni éxito ni fracaso, categorías ajenas a mi código amoral. De tener que elegir, me regodeo mejor en el fango del fracaso: pues sólo bajo el fracaso de mi personalidad e identidad personales puedo vivir sin ego alguno, y, por lo tanto, sin egoísmo, y ser por fin, yo mismo, o sea, cualquiera de vosotros, es decir, nadie. El triunfo y la victoria, sin embargo, son cosa de ellos, de los que tienen la sartén por el mango, no es cosa mía ni nuestra, y no sé de qué plural hablo, por lo que no tiene ningún sentido que nuestras empresas estén condenadas al éxito ni al fracaso.
Seamos iconoclastas: destruyamos los ídolos que producen en nosotros una admiración religiosa que supone sometimiento, que nos imponen cánones, modelos de conducta, pautas. Los ídolos son estrellas de la música, políticos, actores, top-models de alto standing, o santos revolucionarios. No cuelgues de tu pared la foto de ningún ídolo: no idolatres. Sé iconoclasta. Destruye todas las imágenes sagradas.

jueves, 27 de marzo de 2014

Perder la fe

Algunos hemos perdido, gracias a Dios (y a Buñuel por la feliz ocurrencia), la fe, que es lo peor que hay: y esta pérdida ha sido, paradójicamente, una auténtica ganancia, nuestro mejor negocio.

Me gustaría poder decir y escribir que la fe va perdiendo terreno día a día en las vidas de las personas, que nadie cree ya en nada, pero no es verdad, desgraciadamente.
Es cierto que la mayoría de la gente no cree ya en Dios, que es un fantasma monoteista del pasado. A fin de cuentas Dios no era más que un pretexto para creer en algo. Pero la pérdida de fe de mucha gente en Dios, el fantasma monoteísta y judeocristiano del pasado, no nignifica que la gente no crea en ninguna otra cosa, sino que ha sustituido una creencia obsoleta, una fantasmagoría, por otras más modernas y no menos perniciosas creencias.

La mayoría democrática de la gente cree, por ejemplo, en la economía, que es la cara verdadera y dura de la política, y en el dinero o Becerro de Oro, que es la nueva epifanía del viejo dios de Israel, o en la importancia del individuo y la real gana de su voluntad personal o voto (y lo llaman libertad y no lo es) o en el sufragio universal y en  la democracia o en cualquier otra superchería.
Dicen que la fe puede mover montañas, pero yo digo, humildemente, que es mejor que las montañas estén quietas, inmóviles donde están, que no se muevan y produzcan un terremoto.
Yo, que no soy como la mayoría de la gente, que no sigo la corriente, he perdido la fe en todas y cada una de las cosas, descreído como soy. Y estoy contento de que así sea. Amén. Deo gratias (y a Buñuel, que dijo que era ateo gracias a Dios).

miércoles, 26 de marzo de 2014

Amor, amor, amor...



Decimos que amamos a nuestra familia, aunque no la hemos elegido nosotros, pero ahí está, no falla nunca. Decimos que amamos a nuestros padres y hermanos, a nuestros hijos, si los tenemos. Pero también decimos que amamos a nuestros amigos, a nuestra pareja, que sí hemos elegido. Y ampliamos nuestro amor del círculo restringido de las personas de la familia y amigos a la gente en general y a los animales y a la naturaleza y aun a Dios… Pero en el momento en que proclamamos ese amor, estamos potenciando de un modo egoísta nuestro propio ego, es decir, la conciencia, el alma, que se apropiará de ese sentimiento reduciéndolo a la ceniza ideológica de las palabras; y el amor, que es incompatible con el ego, deja de ser amor.


Yo digo: "Sí,  quiero". Y en el mismo acto solemne de decirlo, el amor se desvanece, ipso facto, como cortina de humo por obra y gracia del sacramento del matrimonio. La declaración de mi amor destruye el amor que proclama, como si fuera una declaración de guerra, negándolo y borrándolo de la faz de la Tierra.  Por eso no debe decirse “Hasta que la muerte nos separe”, sino “Hasta que el matrimonio en cualquiera de sus formas sagradas o profanas, burocráticas o sin papeles, nos separe”.


Lo que llamamos amor no es más que la explosión de la bomba de nuestro egoísmo.  Porque cuando hay verdadero amor, no hay "ego" que valga, desaparece por arte de magia: ni tú ni yo. El amor verdadero no es ni tuyo ni mío, sino de nadie, libre como el viento.